Saldrás de tu casa, su casa o alguna casa rumbo a la tienda para
conseguir un cigarro. Caminarás tres, seis, cinco metros mientras pateas
piedras y latas de refresco; pensarás en cómo fue que te agarraron y te vinieron
a tirar hasta acá.
Dos, siete,
cuatro metros más adelante, justo al dar vuelta en la esquina de la cuadra,
serás interceptado por dos patrullas para una revisión de rutina. Ya no patearás
piedras ni latas. Te tomarán por la espalda y aventarán contra la unidad
mientras te piden alguna identificación, la cual no traerás contigo, pues se te
cayó al intentar huir de la migra. Te dirán a punta de empujones que subas a la
patrulla; alegarás que estás en tu país y que no pueden culparte de ningún delito,
que no has hecho nada. Al igual que el amor, los malandros nacen de la vista.
Tu suéter desteñido, el pantalón roto y sucio, en conjunto con los demás
harapos donados por el albergue, serán el chivo expiatorio utilizado por los
defensores de la ley. No, no habrá nada más que pueda incriminarte, serás
totalmente inocente, de cualquier manera te subirán, porque así de culeros son
aquí los placas; que, cagados porque los estén matando, ahora se dedicarán a
levantar andrajosos errantes como tú.
Al notar tu
falta de cooperación y ofensas a la autoridad (previamente, tus mentadas de
madre y blasfemias al sistema surtirán efecto) te esposarán. Tú te quejarás y
reclamarás la acción; renuente a sentarte, intentarán someterte con la promesa
de darte una categórica patada en los huevos. Prometerás calmarte. Ya sentado
en la pestilente caja de la
F-150 , tu muñeca se retorcerá de manera bestial, a punto de
dislocarse. La noche empezará a caer, mientras la luna suelta una carcajada
menguante como para burlarse de ti. Llorarás.
No sabrás si de la tristeza que te da hallarte en esa situación, o del
inaguantable dolor que ahora recorre todo tu brazo hasta clavarse en tu espina
dorsal.
Verás y te
verán. Los ojos de los transeúntes escudriñarán tu mísero rostro y regurgitarán
indolentes pronunciaciones acerca de la
penosa imagen que proyectas. Serás la porquería de la ciudad paseando por las
colonias. Conocerás lugares que tus
pupilas nunca habían visto y que jamás volverán a ver. Durante el recorrido, tu
decadente refugio se irá poblando con otros ambulantes malparqueados
como tú (tecatos, grafiteros y la demás escoria citadina serán tus guías
personalizados). Te darás cuenta de la purulenta vida callejera, del destierro
flagelante que otorga una sociedad estigmatizada por su propia indiferencia.
Pedirás que
te bajen, donde sea, pero que te bajen. Después de haberte traído dos horas por
toda la ciudad, con llagas empezándose a
formar en tu mano, descenderás de nuevo al mundo con la prometida agresión a
tus genitales como despedida. Escucharás a lo lejos la voz de uno de los
policías diciéndote que el tour fue cortesía de la casa. Mientras, te
revolcarás de dolor.
La
humillación será tu compañera el resto de la noche y se sentará entre tus
piernas. Como aquella mujer que te cogiste en el canal, disque para hacerle el paro y no cobrarle la cruzada
completa. Recuperándote del impacto, aparecerás sentado frente a un Oxxo, con
recurrentes latigazos en tu vientre, que cruzarán con cada movimiento desde tus
testículos hasta tu garganta. Volverás a llorar. Ahora la amargura de tu llanto
carcomerá la mugre que cubre tu cara,
formando gruesas líneas cayendo como gotas de ácido.
Ya no te
apurará volver a la casa con los demás deportados. Todo te parecerá
insignificante. Te recostarás en una banca, a la espera de recuperar fuerzas y
entonces, poder reincorporarte. Unos minutos después, lo lograrás. Caminarás
permaneciendo ausente, los autos rozarán tu brazo devastado por el escozor y
las punzantes fístulas. La velocidad de
los vehículos levantará tolvaneras que llevarán polvo a tus ojos, atizando el ardor que dejaron las lágrimas y el frotarte
con las manos llenas de inmundicia.
Cuando nada
pueda hacerte sentir más miserable, serás abordado por una guayina. Dos tipos te meterán en la camioneta. De inmediato comenzarán a llover batazos, patadas
y agravios de todo tipo contra tu persona. En tus músculos, florecerá un calor
que sólo puede ser otorgado por una
brutal descarga de golpes. Implorarás una explicación. Un puñetazo a tu boca
será la única respuesta que recibas. Ya que se hayan cansado, y tú permanezcas inmóvil
en el piso del vehículo, iniciarán por reclamarte lo que le hiciste a su prima.
Después resoplarás las últimas palabras
que cualquier persona inocente pueda pronunciar antes de extinguirse: Yo no lo
hice.
Al día
siguiente, encontrarán tu cuerpo mutilado envuelto en una cobija de Winnie Pooh
con un collar inusual colgando de tu cuello.
El mensaje será más claro de lo que se puede plasmar en una cartulina. Así acabarán los violines. La SEMEFO recogerá tus restos y los arrojará a la fosa
común; siendo tú, el registrado número ochenta y ocho del mes. Habrás
descubierto la catarsis que se vive al morir por los pecados ajenos y te
glorificarán en la segunda edición de
El Mexicano.
Cuento publicado en [B]icromato Flyer Literario y presentado en el 2do. Encuentro escritores por Ciudad Juárez, 1 de septiembre 2012.
1 comentario:
que bonito es leerte, te inspiras en cosas tan reales..
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